Dicen que hasta que tienes una hija o un hijo alcanzas la comprensión plena de tu propio padre. Es entonces cuando entiendes –porque lo vives en ti mismo- sus sacrificios personales, sus preocupaciones por tu bienestar, sus angustias cuando estabas –o estás- enfermo, su estrés por proveerte de lo material, sus regaños cuando alguna diablura te ponía en peligro. Incluso su amarga renuncia al tiempo que hubiera podido dedicarte pero que sus obligaciones se lo impidieron.
La aplicación universal de esa idea tiene sus asegunes, porque hay de todo en la vida, pero al menos puedo decir que en mi caso sí resultó cierto. Hoy que tengo a mi hija valoro todavía más a mi padre. No sé qué haría si ella hiciera alguna de las diabluras que me aventaba yo cuando era chamaco. A mis hermanos, vecinos y a mí no nos picó una culebra o nos descalabramos de algún árbol porque Dios es grande.
Recordar mi niñez es recordar mi relación con mi padre y su ejemplo. Su afición a las Águilas del América, su gusto por un partido de beisbol en la televisión, la inquebrantable lealtad a sus ideas y causas.
Mi hermano Bernardo y yo estuvimos ayer con mi papá y mi mamá. Mis hermanos Alejandro y Luis Alberto no pudieron estar físicamente, pero le hablaron por teléfono.
No hicimos la gran fiesta. Nos fuimos a echar unos taquitos que nos gustan mucho en Juan Díaz Covarrubias -municipio de Hueyapan de Ocampo-. Creo que ahí dobleteé las calorías que gasté esa mañana, cuando corrí más de 11 kilómetros en Nanciyaga, Catemaco.
Puedo decir, dentro de la sencillez de nuestro encuentro, que fue un entrañable Día del Padre.
En algún momento, tarde o temprano, la vida y su correr nos enseña que el único y verdadero festejo, la mejor fiesta posible, la celebración inmejorable, el júbilo perfecto, el regalo que no cambiaríamos por nada es, simplemente, el enorme privilegio de estar juntos.
Y así fue ayer.
A todos los papás: mi abrazo sincero.
Diputado local. Presidente de la Junta de Coordinación Política.